domingo, 24 de junio de 2012

Antonio Machado, las encinas.


¡Encinares castellanos 
en laderas y altozanos, 
serrijones y colinas 
llenos de oscura maleza, 
encinas, pardas encinas; 
humildad y fortaleza!

Mientras que llenándoos va 
el hacha de calvijares, 
¿nadie cantaros sabrá, 
encinares?

El roble es la guerra, el roble 
dice el valor y el coraje, 
rabia inmoble 
en su torcido ramaje; 
y es más rudo 
que la encina, más nervudo, 
más altivo y más señor.

El alto roble parece 
que recalca y ennudece 
su robustez como atleta 
que, erguido, afinca en el suelo.

El pino es el mar y el cielo 
y la montaña: el planeta. 
La palmera es el desierto, 
el sol y la lejanía: 
la sed; una fuente fría 
soñada en el campo yerto.

Las hayas son la leyenda. 
Alguien, en las viejas hayas, 
leía una historia horrenda 
de crímenes y batallas.

¿Quién ha visto sin temblar 
un hayedo en un pinar? 
Los chopos son la ribera, 
liras de la primavera, 
cerca del agua que fluye, 
pasa y huye, 
viva o lenta, 
que se emboca turbulenta 
o en remanso se dilata. 
En su eterno escalofrío 
copian del agua del río 
las vivas ondas de plata.

De los parques las olmedas 
son las buenas arboledas 
que nos han visto jugar, 
cuando eran nuestros cabellos 
rubios y, con nieve en ellos, 
nos han de ver meditar.

Tiene el manzano el olor 
de su poma, 
el eucalipto el aroma 
de sus hojas, de su flor 
el naranjo la fragancia; 
y es del huerto 
la elegancia 
el ciprés oscuro y yerto.

¿Qué tienes tú, negra encina 
campesina, 
con tus ramas sin color 
en el campo sin verdor; 
con tu tronco ceniciento 
sin esbeltez ni altiveza, 
con tu vigor sin tormento, 
y tu humildad que es firmeza?

En tu copa ancha y redonda 
nada brilla, 
ni tu verdioscura fronda 
ni tu flor verdiamarilla.

Nada es lindo ni arrogante 
en tu porte, ni guerrero, 
nada fiero 
que aderece su talante. 

Brotas derecha o torcida 
con esa humildad que cede 
sólo a la ley de la vida, 
que es vivir como se puede.

El campo mismo se hizo 
árbol en ti, parda encina. 
Ya bajo el sol que calcina, 
ya contra el hielo invernizo, 
el bochorno y la borrasca, 
el agosto y el enero, 
los copos de la nevasca, 
los hilos del aguacero, 
siempre firme, siempre igual, 
impasible, casta y buena, 
¡oh tú, robusta y serena, 
eterna encina rural 
de los negros encinares 
de la raya aragonesa 
y las crestas militares 
de la tierra pamplonesa; 
encinas de Extremadura, 
de Castilla, que hizo a España, 
encinas de la llanura, 
del cerro y de la montaña; 
encinas del alto llano 
que el joven Duero rodea, 
y del Tajo que serpea 
por el suelo toledano; 
encinas de junto al mar 
—en Santander—, encinar 
que pones tu nota arisca, 
como un castellano ceño, 
en Córdoba la morisca, 
y tú, encinar madrileño, 
bajo Guadarrama frío, 
tan hermoso, tan sombrío, 
con tu adustez castellana 
corrigiendo, 
la vanidad y el atuendo 
y la hetiquez cortesana!... 
Ya sé, encinas 
campesinas, 
que os pintaron, con lebreles 
elegantes y corceles, 
los más egregios pinceles, 
y os cantaron los poetas 
augustales, 
que os asordan escopetas 
de cazadores reales; 
mas sois el campo y el lar 
y la sombra tutelar 
de los buenos aldeanos 
que visten parda estameña, 
y que cortan vuestra leña 
con sus manos.